Sabrina Ascani Torres
El Art. 18 de la Constitución Nacional
prohíbe en forma expresa las penas que asumen el carácter de tormento y la pena
de azotes, asegurando la vigencia del principio de humanidad vinculado con el
de racionalidad republicana. Esta disposición se refuerza con el Art. 75 inc.22
del mismo cuerpo legal, que a partir de distintas prescripciones prohíbe
expresamente la tortura no solo en sentido estricto -con el fin de obtener
información- sino también en sentido amplio -cuando importe una pena-.
Sin embargo, una persona privada de su
libertad[1] en
cualquier institución de encierro se encuentra en un estado de indefensión
total. En un contexto donde se instala un estado
de emergencia securitaria[2], en el
marco de una sociedad de control, al preso no se lo considera persona. Así, en
cualquier centro de detención las pulsiones humanas quedan bajo ese sistema.
Haré referencia a las prácticas de las
fuerzas de seguridad que perpetran la impunidad de las torturas, vejaciones y
apremios ilegales, asegurándolas como prácticas sistemáticas. Ello evidenciando
la particular marginación de la que son víctimas las personas privadas de su
libertad, no solo por la sociedad sino por la agencia judicial misma.
En los últimos tiempos muchos
colectivos sociales claman por un Estado de seguridad y penitencia en el que se
legitimen diferentes tipos de violencia para resolver y poner fin a la
inseguridad. Se basan en construcciones motivadas en gran parte por los
discursos de los medios masivos de comunicación, una agencia que ejerce criminalización
secundaria[3] con
efectos sin dudas estigmatizantes. En este panorama se entrama una lucha que
habilita la eliminación del delincuente y fundamentalmente en la que se
construye el par delincuente-enemigo[4], con su consiguiente segregación en la
cárcel.
De esta manera los colectivos
sociales que se constituyen como empresarios
morales[5]
instauran un clima social de alarma punitiva en el que no importan las personas
que están en una cárcel. Esto habilita a que el preso sea privado sus derechos
fundamentales, el interrogante siempre fue ¿qué hacer con el otro? “…Como si el tratamiento y la disuasión
fueran las únicas formas de hacer frente a los conflictos…”[6].
Desde otro punto de vista se observa en
el personal penitenciario una mentalidad retribucionista, por la función que
cumple y el rol que asume teniendo en vista la seguridad, la guarda y la
contención de los presos. Es importante destacar que se encuentran inmersos en
un sistema que los ha perfeccionado en el rigor y la represión, en pos de
beneficiar a la llamada readaptación
social que como plantea Elias Neuman[7], todavía
no se sabe en que consiste. Este autor también desarrolla un punto interesante,
que confirma lo que venía diciendo, referido a la selección policizante “el
estereotipo policial está tan cargado de racismo, clasismo y demás perjuicios,
como los del criminal”[8].
Empezando así a definir el ámbito de organización
intracarcelaria, queda en evidencia la manera en como se regulan las relaciones
de poder, la distribución de recursos y privilegios. Este entramado tiende a favorecer
la formación de prácticas inspiradas en el respeto a la violencia institucional
ilegal.
En este contexto, hay muchas
posibilidades de que la persona que se encuentra privada de su libertad y que
sufre un hecho de violencia nunca llegue a denunciarlo. Esto puede darse por
distintos factores como: miedo a represalias tanto físicas como sanciones arbitrarias,
escasa confianza en la justicia en cuanto a las investigaciones que puedan
realizar para esclarecer los hechos, traslados lejos de su familia, bajas en la
calificación con la consecuencia de no poder asistir a los institutos de
libertad anticipada, amenazas, etc.
De esta forma quien se encuentra
privado de su libertad naturaliza el hecho de violencia, como ejemplo se puede
decir que las “bienvenidas” a los penales son un hecho que los presos saben que
tienen que soportar.
Ahora bien, en frente a los casos en
donde efectivamente se denuncian torturas y malos tratos, el general de las veces
la respuesta de la agencia judicial es inadecuada.
Los relatos de las personas privadas
de su libertad pierden credibilidad justamente porque la construcción del
delincuente y su segregación implica también un descreimiento a la voz del
preso. El relato oficial, armado por el servicio penitenciario ó la policía se
impone y se concluye en que las lesiones fueron provocadas por caídas en las duchas,
escaleras, en la cancha, por el mismo preso o por el uso de la fuerza mínima e
indispensable para contenerlo.
Hay que destacar que la naturalidad
de la agencia judicial frente a estos casos se evidencia a partir de “…distintos factores que incluyen tanto
ciertas estrategias de ocultamiento de los autores materiales (la policía y el
servicio penitenciario) como la incapacidad, pasividad, tolerancia o
connivencia de muchos funcionarios encargados de velar por la seguridad de las
personas detenidas y encarceladas (los funcionarios judiciales).”[9]
De esta forma se compone el marco en el que asegura esta supuesta
invisibilidad.
Queda en evidencia que se está por un
lado, a la discrecionalidad de las agencias ejecutivas, con el difícil control
que ello implica; y por otro a la voluntad política que tengan las agencias
judiciales para imponer su observancia. Se puede resumir con lo expresado por
Foucault “La ley y la justicia no vacilan
en proclamar su necesaria asimetría de clases”
[10].
El desafío implica reconocer que la
tortura y los malos tratos son prácticas sistemáticas y concebir, a partir del
principio de humanidad como lo hace distinguida doctrina[11], que es
cruel toda pena que resulte brutal en sus consecuencias como la muerte, castración,
esterilización, marcación cutánea, amputación ó intervenciones neurológicas. Incluso
ir mas allá y comprender, como los autores citados, que es igualmente cruel la
pena a perpetuidad porque implica asignarle a la persona una marca jurídica que
la convierte en una persona de inferior dignidad y considerarla como una
persona descartable.
Si bien el contexto descrito resulta
no menos que aterrador, entiendo que debemos comenzar por desenmascarar las
falencias de las instituciones totales y la hipocresía de las agencias
judiciales.
[1] Situación
denominada por Foucault como un “secuestro legal”
[2] En
Muertes Silenciadas: la eliminación de los “delincuentes”. Una mirada sobre las
prácticas y los discursos de los medios de comunicación, la policía y la justicia,
Bs. As, Ediciones del CCC, 2009.
[3]
“Por lo general la criminalización primaria la ejercen agencias políticas
(parlamentos y ejecutivos), en tanto que el programa que implican lo deben
llevar a cabo las agencias de criminalización secundaria (policía, jueces,
agentes penitenciarios) (..) la criminalización secundaria es la acción
punitiva ejercida sobre personas concretas” En Derecho Penal, Parte General,
Zaffaroni Alagia y Slokar, Bs. As., EDIAR, 2002
[4]
op.cit.
[5] Becker,
H en “Los extraños. Sociología de la desviación” Bs. As., Editorial Tiempo Contemporáneo,1971.
[6]
En Los límites del dolor, Nils Christie, Oslo 1981, traducción en español por
Fondo de Cultura Económica, México 1984.
[7]
En Sida en Prisión: un genocidio actual, Elias Neuman, Ed. De Palma.
[8]
En Derecho Penal, Parte General, Zaffaroni Alagia y Slokar, Bs. As., EDIAR,
2002.
[9]
Fragmento extraído de: CELS, Temas para pensar la crisis, Colapso del Sistema
carcelario: la tortura y las respuestas judiciales en la provincia de Buenos
Aires, por Paula Litvachky y María Josefina Martinez, Siglo XXI editores.
[10]
En Vigilar y Castigar: nacimiento de la prisión, Michel Foucault, Siglo XXI
Editores, Bs.As., 2008
[11]
En Derecho Penal, Parte General, Zaffaroni Alagia y Slokar, Bs. As., EDIAR,
2002.